RECURSOS en serie, HUMANOS en serio (29 febrero 2004)

Enrique Sueiro
Heraldo de Aragón, 29 febrero 2004

Un granjero recibe a un señor. – ¿Con qué alimenta a sus cerdos? – Con los desperdicios. – Pues debo imponerle una multa de 6.000 € porque soy el inspector de Ganadería y es degradante su trato a los animales. Días después, el mismo granjero recibe otra visita. – ¿Con qué alimenta a sus cerdos? – Con los mejores manjares del mercado: caviar, marisco… – Multa de 6.000 € porque soy el inspector de Asuntos Sociales y es vergonzoso su derroche cuando tanta gente pasa necesidad. Ante una tercera visita, el protagonista espabila. – ¿Con qué alimenta a sus cerdos? – Mire usted, les doy 10 € a cada uno y que se compren lo que quieran.

De la retórica a la realidad. Hasta aquí un chiste que ofrece aplicaciones a la empresa para tratar a las personas en serio, no en serie, porque no todos buscamos lo mismo ni de igual forma ni en idénticos plazos.

Que las personas constituyen lo más importante de las organizaciones se proclama con escandalosa falta de realismo. Basta contrastar palabras y hechos, acudiendo menos a los que las pronuncian y más a quienes las escuchan. Hasta cierto punto, es comprensible la dificultad de casar retórica con realidad y quizá una clave pasa por ponernos en la situación del otro (empatía): no sólo conocer qué hace y cómo, sino comprender sus porqués, siempre relacionados con su psicología, sus sentimientos y circunstancias.

Del yo al él/ella. Resulta fácil entender a quien piensa o siente como nosotros. Por eso la auténtica empatía requiere empeño y se acrisola comprendiendo comportamientos ajenos que nos contrarían. Una vez preguntaron a Martin Luther King cómo un pacifista como él podía admirar a un general que era entonces el militar negro de mayor rango. Se cuenta que respondió: «Juzgo a la gente por sus principios, no por los míos». Excelente actitud, salvo excepciones.

Un criterio exitoso en las relaciones laborales y personales lleva a tratar a los demás como ellos prefieren y no tanto como a nosotros nos gustaría. La diferencia salta a la vista: el centro de referencia pasa del yo al él/ella. Este principio parece un buen punto de partida para que los auténticos recursos de las empresas sean humanos.

Del querer saber al saber querer. La experiencia común manifiesta que todos tendemos a obviar o minimizar sus circunstancias al enjuiciar al prójimo. Sin embargo, las consideramos determinantes cuando se refieren a nosotros mismos. De ahí que tratar a las personas adecuadamente suponga cierto grado de exclusividad hacia ellas. Para un frío gestor de asuntos laborales el de Ana es «un contrato», mientras que para ella es «mi contrato». Un fotógrafo puede inmortalizar cientos de enlaces matrimoniales, pero José hablará de «mi boda»…

Otra idea práctica: huir de las respuestas de manual porque cada uno es diferente y, en todo caso, el manual de soluciones de María no sirve para Carlos. Ni siquiera el que funcionó para ella en 1990 es válido en 2004.

Existe una transformación sustancial que aquilata nuestra condición humana: pasar del querer saber al saber querer. Aquí radica el que considero punto neurálgico de las relaciones personales y, por tanto, también laborales: querer a la gente. Sí, suena cursi, pero es verdad y, además, no se me ocurre otra manera más directa y comprensible de expresarlo.

Del modelo a la acción. Nos tomamos a la gente en serio cuando, al menos alguna vez, le llamamos por su nombre. Cuando le felicitamos por su cumpleaños o nos interesamos por algo ajeno al trabajo, pero importantísimo para él/ella. Si decimos «cuando quieras tienes las puertas de mi despacho abiertas» y realmente sucede así. Cuando sabemos dedicar unos minutos a escuchar con verdadero interés a quien lo necesita (todos). Si agradecemos en persona un trabajo extraordinario o, simplemente, el quehacer corriente. Cuando pedimos perdón por algo grave o leve, teniendo en cuenta que cada uno percibe los errores a su manera. Si corregimos sin humillar una acción o una actitud particular de esa persona. Cuando somos accesibles física y mentalmente.

Del alma al cuerpo. Al respecto leí el ejemplo del Dr. Eduardo Ortiz de Landázuri (El médico amigo), que solía decir y, sobre todo, practicar: «A las tres de la madrugada se puede salvar una vida; a las nueve de la mañana sólo se puede firmar un acta de defunción». En demasiadas empresas los trabajadores están desanimados (del latín, sin ‘anima’). Por consiguiente, los recursos humanos se reducen a cuerpos sin alma, o sea, cadáveres. Con frecuencia esas ‘muertes laborales’ son evitables con cierto grado de atención, cuidado, mimo…

La buena voluntad no basta. Por el contrario, tratamos a una persona en serie cuando le preguntamos por su hijo o su mujer y, antes de escuchar la respuesta, cambiamos de asunto o -peor aún- de interlocutor. Si una colaboradora nos habla y decimos «te escucho» mientras leemos un documento muy importante para nosotros, no para ella. Cuando un subordinado sugiere algo interesante, pero no le hacemos caso; sin embargo, tiempo después, un superior propone exactamente eso mismo y… entonces sí. Paradójicamente, estos antiejemplos citados son reales y habitualmente protagonizados por quienes procuran tratar bien a la gente. ¡Qué ocurriría si tuvieran mala voluntad! Como recuerda Alejandro Llano (La vida lograda), hay que conseguir progresivamente «saber, saber hacer y hacer».

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