Enrique Sueiro
Heraldo de Aragón, 18 sept. 2005
Un comerciante baja la persiana de su establecimiento cuando, por sorpresa, se presentan dos individuos como agentes de Hacienda con el propósito de una inspección. Una vez dentro, la pareja visitante confiesa que «¡esto es un atraco!» y el asaltado… respira con alivio: «¡Qué susto, pensaba que de verdad erais de Hacienda!».
El chiste refleja una realidad que, si sobrepasa determinados límites, obliga a unos esfuerzos de comunicación más allá de lo razonable. Conciliar la verdad (hechos) con su retórica descriptiva (palabras) estimula a líderes genuinos y espanta a mediocres al mando de organizaciones.
Como todo lo importante para la empresa, primero lo es para la persona. La coherencia es una de esas cualidades deseables y saludables de las que resulta mucho más fácil escribir artículos que practicar su contenido.
Se cuenta de un santo que suscitaba excepcional admiración y curiosidad en quienes le rodeaban. Incrédulo ante tanta perfección, uno que le acompañaba quiso comprobar si tal suprema bondad era real. Le espió en la intimidad de su habitación y certificó que… se comportaba exactamente igual que ante la comunidad. ¡Quién pudiera!
En lo referente a la comunicación institucional o corporativa, la coherencia lleva a decir lo que se hace y hacer lo que se dice. Lo repito porque, dicho sólo una vez, no me percato de lo mucho que encierran estas 11 palabras: decir lo que se hace y hacer lo que se dice. Sí, realmente difícil. Decir lo que se hace exige un exquisito equilibrio de comunicación entre lo positivo que nos enorgullece y lo negativo que nos avergüenza. Ponderar ese punto medio requiere un arte de fina sensibilidad. No se trata ni de falsa modestia para ocultar nuestras grandezas, algunas evidentes, ni de necia compulsión para airear nuestros errores, también visibles.
Tres mentiras en cuatro palabras
Aunque anecdótico, me parece elocuente que una de las universidades más renombradas de Estados Unidos publique oficialmente en sus guías que la escultura de su fundador que preside su campus es la «estatua de las tres mentiras». Se refiere a la leyenda que figura al pie, donde se lee: «John Harvard, Founder, 1638». Pues bien, ni la figura corresponde a John Harvard, sino a un alumno que sirvió de modelo; ni el personaje fundó la universidad, sino que fue su primer benefactor; ni la fecha coincide con el origen, 1636. Por tanto, tres mentiras en cuatro palabras. No está mal, sobre todo, en una entidad cuyo lema es, justamente, Veritas (Verdad).
Se trata de un detalle menor que, comunicado así por la propia institución, no pasa de la categoría de anécdota simpática. Además, merece un elogio por su transparencia. La misma realidad, si se oculta, y peor si se niega, puede fácilmente provocar desconfianza interna y minar la reputación pública de por vida.
Faltaría más, no se precisa apelar a eslóganes ni declaraciones programáticas para basar la comunicación en la realidad. Sin embargo, no son excepción las organizaciones que sacrifican la verdad, paradójicamente, para preservar el bien. Por ejemplo, ocultan o maquillan informaciones a sus empleados con el loable fin de no desanimarles con hechos y datos que no dan la talla del mensaje oficial, manifiestan incompetencia directiva, exhiben inmadurez de gestión y miopía de sensibilidad. Esa patología comunicativa es una manera de practicar con hechos, negados con palabras, que el fin justifica los medios. Lo malo es que, en el mejor de los casos, el remedio de callar o negar sólo funciona a muy corto plazo. Salvo los mediocres, todos quieren saber la verdad y, antes o después, lo consiguen. La diferencia: cuando uno se entera con demasiada frecuencia fuera de su empresa de lo que debería haber conocido dentro, se dinamita una confianza difícil de reconstruir.
Por el contrario, sientan muy bien experiencias como la que me refería un joven profesional a las dos semanas de iniciarse en su nuevo trabajo. En una primera reunión el responsable de Calidad le dijo que en su área nunca habían tenido problemas serios. Días después, ese mismo directivo fue en persona a la oficina del nuevo empleado sólo -¡nada menos!- para comunicarle que, aunque lo transmitido días atrás era cierto, acababa de ocurrir algo que sí era un problema. Y se lo contó. Volvemos a lo mismo: algo en sí negativo, comunicado a tiempo por el responsable, lejos de desalentar, predispone a la confianza y a arrimar el hombro. Si esa misma información le hubiera llegado días -incluso horas- después por otro cauce, habría provocado el efecto contrario. ¡Y no digamos si se entera por la prensa!
Existen señales de alerta para quienes les preocupe la comunicación como ingrediente del clima laboral de su empresa a medio y largo plazo. Cabe distinguir unos síntomas moderados y otros letales. Entre los primeros, cuando nadie dice interna y oficialmente que algo va mal o, al menos, que debe mejorarse. Este signo leve se torna grave cuando la percepción interna detecta deterioro progresivo y a la vez la proyección pública (marketing y declaraciones oficiales) transmite autocomplacencia.
Alerta: los de fuera vienen y los de casa huyen
Me contaba este verano la responsable de Comunicación de otra afamada universidad, también de la costa oriental norteamericana, una preocupación corporativa: la distancia entre su creciente prestigio internacional (alumnos de 108 países) y el menguante aprecio de los propios empleados y profesores. Entre otras acciones, elaboraron una encuesta interna. Ya sólo el dato de participación (51%) constata que la divergencia que se intuía existe de verdad. Partiendo de la premisa de que respondió la mitad de la plantilla, también merecen atención otros datos: sólo el 54% manifestó sentirse animado y apoyado para hacer su trabajo lo mejor posible, apenas el 44% se autoconsideraba como parte esencial del éxito de la institución y el 84% apostaba por fomentar la cooperación entre los líderes sindicales y los dirigentes universitarios.
Sí, muchas empresas realizan encuestas similares. Una diferencia sustancial: los datos del caso mencionado, no precisamente favorables para la entidad, se publican en su web y en una amplia información de la revista de empleados.
Hace unos días un consultor de comunicación me relataba su última experiencia con dos personas de la misma organización: en el intervalo de 48 horas recibió un correo electrónico de un alto dirigente, eufórico por una noticia que destacaba su internacionalidad, y la llamada telefónica de una empleada que, después de cinco años en la empresa, ha desempolvado su currículum tres veces en pocos meses. Triste saldo: los de fuera vienen y los de casa huyen. Algo falla. Algo grave.
Entonces, ¿solución? Es relativamente sencillo: cuando no hay nada que ocultar, lo mejor es no ocultar nada. Si algo se hace mal, lo deseable es darse cuenta, reconocerlo ante quienes sea preciso (que suelen ser más de los que nos gustaría) y procurar un remedio. Otra regla de oro consiste en priorizar lo interno, lo cual requiere moderar los mensajes de triunfo porque, si no lo perciben así los de casa, pronto los de fuera se percatarán. Además, con excepciones, resulta más creíble el testimonio de un empleado que se queja que el de un jefe que dice que todo va bien.
La credibilidad y la reputación se fraguan dentro de las propias organizaciones. Por eso, tanto el maquillaje excesivo de la pseudocomunicación como la información correcta no transmitida a tiempo consiguen, casi siempre, efectos contraproducentes.