Enrique Sueiro
Heraldo de Aragón, 26 febrero 2006
Viví mis primeros 26 años en un tercer piso, sin ascensor. Entonces no entendía el malestar de algunos por las conversaciones que llamaban típicas de tal medio de locomoción vertical. Con mi primer cambio de domicilio fui comprendiendo -y padeciendo- el síndrome del ascensor: ¡Qué, ¿al curro?, ¡A comer?!, ¡Cómo ha bajado la temperatura! Hombre, en los primeros 30 diálogos que empiezan así a uno se le ocurren respuestas, pero llega un momento en que… ¡basta!
El tema viene a cuento porque publicaciones de Nueva York han elaborado ciertas reglas de convivencia en el ascensor. Unas me parecen necesarias (no examinar a los acompañantes) otras indiferentes (mirar hacia la puerta) y alguna discutible (no hablar). Parto de la doble premisa de que la amabilidad y la comunicación son posibles, también en el ascensor. Por supuesto, se comprenden las diferencias entre una empresa de 2 pisos y 40 empleados y otra de 40 alturas y 2.000 trabajadores.
El código neoyorquino propuesto piensa en las compañías del área de Wall Street, donde conviven superávit económico y déficit humano. Allí errar al pulsar el botón del piso conlleva pérdidas: su tiempo es dinero y esos instantes suponen dólares. A tal extremo llega el capitalismo de humanidad desquiciante que, cuentan, las personas de carácter débil se bajan incluso en la planta equivocada para no ser mal vistas por su mala puntería digital. Con grados y modos de aplicación, expongo propuestas que me parecen imprescindibles para las pequeñas empresas, convenientes para las medianas y planteables para las grandes. Aviso: pueden ahorrarse este artículo quienes crean poco o nada en la comunicación interna como elemento decisivo del clima y la productividad laboral.
Hablar o callar
Al entrar en el ascensor puede ser mejor estar callado y parecer tonto que hablar y demostrarlo. Tomar la iniciativa ofrece la posibilidad de encauzar la conversación. De lo contrario, deberemos sufrir esos silencios incómodos o limitarnos a responder que sí, que vamos a trabajar, que ha bajado la temperatura y que es lunes.
Con frecuencia, la situación se ve venir. Al acercarse al ascensor, uno comprueba que, si mantiene el paso, acabará coincidiendo, una vez más, con la secretaria de Compras o el técnico de Mantenimiento. Basta con pensar unos instantes en ella o él. No se requiere una gran investigación para saber que Alicia disfruta en la montaña y sigue preocupada por el registro de albaranes, mientras que Javier acaba de ser papá y detesta que la gente no cierre bien el grifo de los lavabos. Iniciar la conversación sobre lo que les preocupa -o, al menos, les ocupa- es un medio casi seguro para que el diálogo adquiera cierto interés. Además de cuestiones laborales, existe una serie de asuntos personales no íntimos y útiles durante esos eternos segundos. Según las circunstancias: los hijos, los padres, el marido, la mujer, el pueblo, el equipo de fútbol, las vacaciones, el trabajo, el coche, el perro, el fin de semana…
Si ni surge la confianza suficiente para esta comunicación básica, puede ser el momento del primer paso. Hay especialistas en provocar encuentros que parezcan coincidencias o formular preguntas de interés para el interlocutor. Una vez más, es cuestión de empatía (ponerse en el lugar del otro). Aleccionadora la experiencia de una directiva que se considera cercana a sus empleados. Accedió al ascensor y… entrar ella y salir todos los ocupantes fue todo uno. Al ver varios botones pulsados para otros pisos comprendió que su magnetismo personal atrae… y aleja.
A pesar de que el código neoyorquino cuestiona la conveniencia incluso del saludo más elemental, no acierto a vislumbrar el daño de un discreto “buenos días” o “adiós”. Es más, conservo entre mis mejores recuerdos del Washington cotidiano las frases de conductores de autobuses metropolitanos a los viajeros que terminaban su trayecto: “Pasen un buen día”. Que alguien, desconocido pero con sensibilidad, te diga eso a las 7 de la mañana inyecta un subidón matutino. Esa actitud explica también que muchos usuarios del transporte público nos apeáramos por la puerta delantera para despedir al conductor con un thank you mirándole a la cara. Si esto puede ocurrir -y sucede- en un espacio con capacidad para más de 50 personas, no parece que el ascensor deba exigir un silencio frío.
Vista, tacto y olfato
Puede que nuestro acompañante de ascensor sea desconocido, mudo, sordo o, simplemente, no quiera hablar. En ese caso, algunos tienden a abrir el correo o pasar papeles en la carpeta. Otra actitud socorrida, empezar a buscar las llaves. Si se inicia esta operación demasiado pronto -por ejemplo, cuando todavía faltan 9 pisos-, resulta que uno tiene las llaves en sus manos y no sabe qué más hacer, además de repasarlas una a una.
Otro punto de interés: adónde mirar. Puestos a no conversar, quizá lo mejor es permanecer razonablemente quieto y mirando a un punto fijo, que no sea la cara de nuestro acompañante. Tampoco tiene mucho sentido analizar el suelo o el techo.
Capítulo decisivo: las manos. Una solución es no dejarlas caídas ni por delante ni por detrás, sino juntas, entre la cintura y el pecho. Según las dimensiones y el número de personas, cobran especial relevancia aspectos determinantes en la comunicación de distancia corta. Las soluciones pasan por discretos desodorantes y productos contra la halitosis (aliento desagradable).
La casuística sería interminable y siempre con soluciones personalizadas. Como casi todo en la vida, no puedo elegir el lugar de nacimiento, el puesto de trabajo, los compañeros…, pero sí decidir mi postura ante ellos y, muchas veces, disfrutar con lo que necesariamente debo hacer, como tomar el ascensor.