Boris Johnson y Winston Churchill comparten algunas características. Ambos se estrenaron en el cargo de primer ministro británico en momentos difíciles y por dimisión de sus antecesores. Destacan por su experiencia, determinación, excentricidad… De Johnson apenas hay elementos de juicio de su gestión en el Ejecutivo porque acaba de empezar, pero de Churchill sí y con la distancia temporal suficiente como para ponderarlos con mayor tino.
Dejemos para el futuro el análisis del primero a propósito de la incertidumbre en torno al Brexit y, mutatis mutandis, recordemos algunas valiosas lecciones del segundo, útiles tanto por la gestión como por la comunicación.
Tres días después de su nombramiento, el 13 de mayo de 1940 Churchill pronuncia uno de sus discursos memorables, al que nutre con sus mejores dotes directivas, expresivas y emocionales: “No tengo otra cosa que ofrecer, sino sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor”. No era para menos en la II Guerra Mundial.
El reto de animar sin decepcionar
El líder británico era muy consciente del efecto de las palabras en su doble vertiente de levantar el ánimo de la gente y, no menos importante, evitar la decepción de una verosímil derrota. Responsabilidad y preocupación conciliaban su empuje motivador y su conciencia cautelosa.
Sin necesaria relación causa-efecto, dos semanas después del discurso comenzó la operación militar que concluyó con el éxito de la evacuación de Dunkerque. El rescate de más de 300.000 soldados aliados y su traslado a suelo británico generó tal euforia social que Churchill sintió el deber de atenuarla con su discurso del 4 de junio.
Esta nueva alocución dista mucho de la breve e incisiva pronunciada el mes anterior. El tono se asemeja al de crónicas de guerra, género periodístico conocido para un primer ministro que antes había sido corresponsal. Debió de estimar oportuno abundar en una serie de desastres previsibles que, afortunadamente, no llegaron a producirse. Insiste en la necesaria cautela para no magnificar el significado de esa liberación y aporta la cifra de 30.000 bajas, entre muertos, heridos y desaparecidos. Seguidamente, contrapone la gravedad de la amenaza real con el patriotismo de voluntades convocadas por su propia historia.
Dominio ingenioso del idioma y la oratoria
Todo lo que escribió, igual que lo que dijo e hizo genera opiniones encontradas, alimentadas por un temperamento sui géneris. Mito o cierto, se cuenta una supuesta conversación entre Churchill y Nancy Astor, primera mujer parlamentaria del Reino Unido. Aunque no necesariamente literal, pudo sonar así:
- Si fuera su mujer, le pondría veneno en el café.
- Si fuera su marido, me lo bebería.
Con similar duda sobre su veracidad, es conocido un presunto cruce epistolar entre el curtido político británico y el no menos veterano dramaturgo irlandés George Bernard Shaw. Con motivo del estreno de una de sus obras escribió al primer ministro, quien respondió con tono equivalente:
- Le envío dos invitaciones, para que venga usted y algún amigo… si lo tiene.
- No puedo esta vez, pero con mucho gusto iré a una segunda representación… si la hay.
Referencia particularmente perspicaz sobre su carácter –esta sí documentada– es el comentario de Pamela Plowden, una de las mujeres que más le atrajo, pero con quien nunca concretó un posible compromiso matrimonial: “La primera vez que veas a Churchill verás todos sus defectos, y te pasarás el resto de tu vida describiendo sus virtudes”.
Una de ellas era el manejo del lenguaje. No en vano mostraba particular agradecimiento a Robert Somervell, el maestro que le enseñó a “escribir simple inglés”. De aquella enseñanza primaria tan cultivada germinó su habilidad para la escritura y la oratoria, en las que pronto empezó a destacar. Como toda trayectoria brillante (Nobel de Literatura en 1953), también tuvo sus sombras, como cuando en 1904 se quedó en blanco en el Parlamento tras 45 minutos de discurso que llevaba aprendido de memoria y sin texto de apoyo.
Discursos preparados con 12 horas de pensamiento concentrado
A partir de entonces, los preparó más a conciencia e incluyó notas que, llegado el caso, pudieran orientarlo. Disfrutaba de sus “doce o catorce horas de pensamiento concentrado”. Testigos directos fueron Marian Holmes, Jane Portal y otras secretarias de dictado. Ellas recuerdan, entre otros ejemplos, la conferencia en el Congreso de EE.UU. en 1943 que dictó durante nueve horas a la mecanógrafa o las 20 horas de preparación de un discurso en la Cámara de los Comunes en 1955.
Churchill no solo se responsabilizó del contenido y la escenificación de sus intervenciones públicas. Siendo ministro, se encargó en primera persona de redactar las notas de resumen de las reuniones, muy consciente de que quien escribe el comunicado controla el contenido del encuentro.
Además del control textual, procuraba ser testigo ocular y estar sobre el terreno –también físicamente– de sus decisiones y sus efectos, desde presenciar actuaciones policiales hasta subir a la azotea del 10 de Downing Street para observar los bombardeos alemanes sobre Londres. Incluso llegó a proponer ir a bordo para vivir in situ el desembarco de Normandía. La firmeza del general Eisenhower impidió este imprudente capricho.
A propósito de esta decisiva operación militar en la costa francesa, un detalle sobre su gestión comunicativa: Churchill no informó a De Gaulle sobre el momento elegido hasta 36 horas antes del Día D. Desde esa fecha hasta el final de la guerra se maximizó la ejecución militar y su comunicación, en la que era meticuloso en la atestiguada preparación e ingenioso en la supuesta improvisación. El líder británico abrillantaba esta capacidad en comparecencias públicas, como cuando en una rueda de prensa en Washington le preguntaron cuánto tiempo se tardaría en conseguir la victoria: “Si actuamos bien, solo la mitad de lo que tardaríamos si actuamos mal”.
Ojalá Johnson y otros dirigentes emulen lo mejor de Churchill y soslayen lo peor.