Enrique Sueiro
Top Ten Business Experts, 19 noviembre 2012
“Señor presidente, este discurso ocupará un lugar destacado entre los más grandes de la Historia”. Así elogió Henry Kissinger a su jefe, Richard Nixon, tras su alocución en la que dimitía.
Quienes asesoramos a directivos somos conscientes de lo relativamente fácil que nos resulta escribir discursos motivantes, pergeñar mensajes seductores o sugerir gestos de impacto. Es legítimo y necesario, sin olvidar que el alcance de ese conocimiento operativo es proporcional al fundamento ético que lo sustenta. La mejor comunicación no arregla la peor dirección. ¿Cómo evitar que piensen que soy un borracho? Para empezar, dejando de beber.
Lo primero es antes, el ser precede al parecer y la ética a la estética. Sí, podemos invertir el orden o prescindir del fundamento, pero sobran ejemplos de las trágicas consecuencias de esas burbujas resultantes.
Aflora lo que crece dentro y, cuanto más público sea el ámbito de actuación, mayor impacto tendrá la comunicación integral: lo que se dice, lo que se hace, lo que no se dice y lo que no se hace.
Nadie como uno mismo conoce la coherencia interna que, antes o más pronto todavía, se proyecta. Tentados de trivializar la comunicación, conviene recordar que la elocuencia del silencio habla por quien calla.
Escuchar, habilidad de construcción masiva
La prudencia directiva permite discernir cuándo hablar y cuándo callar. En ambos casos comunicamos y generamos las percepciones que, de hecho, determinan el juicio y la acción de los demás.
Gestionar percepciones reclama escuchar, habilidad de construcción masiva. No advertirlo a tiempo puede provocar efectos devastadores en el liderazgo, como ilustra Ben Bradlee, director del rotativo que destapó (afloró lo que crecía dentro) el Watergate: “Sería ingrato por mi parte no hacer un lapso aquí de reconocimiento al papel desempeñado por Richard Milhous Nixon en el favorecimiento de mi carrera. Resulta maravillosamente irónico que el hombre al que tanto disgustaba la prensa –a la que nunca comprendió– hiciera tanto a favor de su reputación, y particularmente la del Washington Post. En su hora personal más baja, él le dio a la prensa el momento más sublime”.
Quizá Nixon descubrió tarde un principio elemental que exige coherencia entre decir y actuar. Quizá evitó o retrasó escuchar y atinar en la gestión de percepciones. Quizá eso explica su respuesta al elogio de su secretario de Estado por el discurso: “Henry, eso depende de quién escriba la Historia”.