Enrique Sueiro
Heraldo de Aragón, 7 mayo 2006
– Si fuera su mujer, le envenenaría el café.
– Si fuera su marido, me lo bebería.
La enjundia de este diálogo aumenta cuando él es Winston Churchill, ex primer ministro, y ella Lady Nancy Astor, primera mujer en el Parlamento británico. La anécdota no pasaría de tal si no fuera por la habilidad sui géneris del veterano político en sus relaciones personales. Otra perla, extraída de un cruce de correspondencia iniciada por el escritor George Bernard Shaw en la que enviaba a Churchill dos entradas para su nueva obra:
– Venga a mi comedia y tráigase un amigo, si es que tiene un amigo.
– Tengo un compromiso para el día del estreno, pero iré a la segunda representación, si es que la hay.
Lo que para un individuo cualquiera sería sólo un matiz de su carácter se convierte en referente institucional cuando la visibilidad del protagonista aumenta. Entonces, el estilo personal se mimetiza con la comunicación corporativa. Por este par de relatos no sería justo generalizar todo el carácter británico, ni siquiera de su clase dirigente. Basta con el contrapunto conciliador de Tony Blair o el humor de Gilbert K. Chesterton. El escritor inglés gestionaba con maestría aspectos menos estéticos de su imagen personal. En vez de disimular sus 136 kilos, ofrecía un argumento de peso: era uno de los ingleses más caballerosos porque, cuando se levantaba en el autobús, permitía sentarse a tres señoras.
Sobre modos de ser, suele decirse que hay de todo en todas partes. Es verdad, como también que algunos talantes personales sirven mejor que otros para perfilar una adecuada imagen institucional. Cuando carecemos de otras fuentes de información, nuestra percepción de una entidad se basa sólo o casi en nuestra experiencia directa con unas pocas personas que pertenecen a ella.
Encarnar con hechos los mensajes retóricos
Algo parecido sucede a la hora de bautizar al recién nacido. Nos gusta o no un nombre según la vivencia personal con los Albertos, Franciscos o Eustaquios que conocemos. A veces influyen otros factores, como el que cuentan de un estudio de percepciones: pidieron elegir entre dos fotos de mujeres similarmente atractivas. El veredicto inicial de empate se desequilibró radicalmente cuando, además del rostro, añadieron debajo sus nombres: María y Gertrudis.
En ciertos niveles, no cabe deslindar lo personal de lo institucional. Así de claro lo tenía Ben Bradlee, ex director de The Washington Post: borracho en casa, “asunto suyo”; borracho en los pasillos del Senado, “asunto nuestro”. La reputación pública de una corporación se robustece cuando crece, antes y con mayor solidez, dentro de ella misma. Por eso, nada mejor que encarnar en primera persona los principios de la empresa que dirige, el equipo que coordina, la familia que sostiene…
Me encantó conocer el caso de un directivo, defensor de la comunicación y la trasparencia (hasta aquí, nada nuevo, porque eso lo dicen todos). Conforme se iba incorporando gente a su equipo de trabajo, entre los primeros documentos que entregaba incluía su propio currículum para que los nuevos conocieran de primera mano esos datos de interés. Más de uno se reirá al leer esto, pero me parece una acción efectiva para combatir el deporte de moda creciente, el googling. Se trata de conseguir en internet (mediante buscadores del estilo de Google) información sobre el currículum o la vida del jefe nuevo, la suegra que viene, el novio a la vista, etc.
Como no podemos evitar la curiosidad natural de los demás, qué mejor que adelantarnos a informarles de algo que acabarán sabiendo. Además de tomar la iniciativa de darnos a conocer, dentro de unos límites razonables, aseguramos que la información que les llega no sólo es correcta por partir de la fuente directa, sino que facilita una explicación apropiada del contexto.
Del detalle personal a la reputación corporativa
Más estilos ejemplares. Una veterana directiva pedía a sus más cercanos colaboradores que ejercieran con ella la crítica edificante. En concreto, reclamaba ayuda para que su actuación personal se ajustara a lo que ella misma predicaba. Cuando le decían algo que no le gustaba, seguía estos pasos: escuchaba con atención, agradecía el comentario, reflexionaba sobre el contenido y lo incorporaba (o no) a su reajustada conducta.
Intentaba practicar, en su casa y en su oficina, una coherencia que le previniera de reproches como el que Franz Kafka dirigió a su padre: “Tú, que tan prodigiosa autoridad tenías a mis ojos, no respetabas las órdenes que tú mismo dictabas”. Nos puede pasar a cualquiera.
A quienes un estilo de trasparencia inteligente les parezca ingenuo, siempre les quedará la opción maquiavélica y preferir ser temido a ser amado. Se lleva mucho.
Para contrarrestar el mal trago del café inicial, un toque de empatía con otro talante bien forjado. Margaret Thatcher confiesa en sus memorias que su presunto carácter férreo hallaba momentos de refundición: “Frecuentemente me retiro después para revisar mis puntos de vista a la luz de lo que he oído. De hecho, incluso alguno de mis seguidores me han acusado de prestar demasiada atención a quienes no están de acuerdo conmigo”. Magnífico estilo personal-institucional.