Enrique Sueiro
Heraldo de Aragón, 11 marzo 2007
Cuando empecé a trabajar como médico, tuve a mi cargo a una inteligente y enérgica residente que, además, dispensaba magníficos cuidados a sus enfermos. Sólo tenía una pega: cuando nos entregaba los diagnósticos, a mí y a otros médicos nos resultaba difícil no fijarnos en su escote y minifalda. Así comienza el Dr. Erin N. Marcus, profesor de Medicina de la Universidad de Miami, un artículo en The New York Times.
“Tenéis que decir algo a esa chica”, propuso uno de sus colegas. El doctor asegura que, mientras que ninguno de ellos habría dudado en intervenir si ella hubiera prescrito un fármaco incorrecto a un paciente, se resistían a comentarle algo sobre su atuendo.
Aunque Erin N. Marcus describe el ámbito sanitario, el ejemplo es fácilmente adaptable a cualquier trabajo que implique relacionarse con personas. Él mismo reproduce lo que cuenta la Dra. Pamela A. Rowland, de la Facultad de Medicina de Dartmouth: “Los pacientes no tienen tu currículum delante y lo único por lo que se guían es por tu apariencia… Si no cumples con sus expectativas, sus niveles de ansiedad se incrementan”.
Atuendo apropiado, mayor confianza
Un artículo en The American Journal of Medicine expone los datos de un estudio con pacientes de un centro de salud a quienes se mostraron fotos de médicos. La gran mayoría prefería los que aparecían con ropas formales y bata blanca, antes que a los ataviados con traje y corbata o prendas informales. Esos enfermos afirmaron sentirse más a gusto contando sus preocupaciones sociales, sexuales y psicológicas a los profesionales con bata blanca.
No obstante, hay estadísticas para todos los gustos y fácilmente puede encontrarse la que más favorece las propias posiciones. Algunas encuestas revelan lo contrario de lo expuesto líneas atrás. Es el caso del estudio del American Journal of Obstetrics and Gynecology. Tras preguntar a 1.116 mujeres después de su consulta con un nuevo ginecólogo, no parecen observarse diferencias entre los profesionales que vestían de 3 maneras: formal, informal y bata/pijama sanitarios. De ahí algunos concluyen que la clave es la interacción médico-paciente más que el vestuario. Cabe apostillar que el atuendo puede favorecer o dificultar esa interacción.
Corbata exterior y ropa interior
Como casi siempre en estas cuestiones, todos tienen más o menos razón. Desde luego, parece aconsejable primar lo importante sobre lo accesorio: la persona antes que su ropa. Quizá lo difícil no es el qué, sino el cómo. Resulta más fácil discernir cómo no vestir que fijar el modo de acertar. No sólo existen muchas opciones, sino que algunas válidas en un ámbito pueden ser desaconsejables en otro. La Asociación Médica Británica recomendó a los médicos de hospitales prescindir de la corbata porque no se lavan con asiduidad (las corbatas) y pueden transportar gérmenes. Lo mismo sucede con el uso de las batas, exigibles en laboratorios y consultas, pero fuente de infecciones en comedores y otros puntos de encuentro.
Con la corbata nos adentramos en el vestuario masculino (a veces, también femenino). Cuestiones psicosociológicas aparte, vestir a un hombre suele ser más sencillo porque el mercado ofrece opciones menos variadas. La corbata es uno de los complementos más socorridos. Algo debe de tener para convertirse en pseudo-garantía de formalidad. Durante la carrera el profesor de Radio nos contaba que la BBC exigía tal prenda a sus locutores como estímulo para mantener el respeto a los oyentes. Quizá funcionara.
Como contrapunto, también recuerdo el estilo de un decano en la misma facultad que, nada más tomar posesión del cargo, declaró con sorna que no penalizaría a los profesores con corbata. Coherencia no faltaba porque era el primero en no usarla, detalle que no pareció mermar su autoridad académica. Salvando las distancias, que son muchas, encontramos al Dr. Gregory House. En un capítulo de esta serie de TV, un nuevo directivo del hospital se empeña sin éxito en que un médico tan sui géneris se ponga la bata. En el caso del Dr. House la vestimenta es, con diferencia, lo de menos.
El punto medio
Me ilustra el testimonio de un estudiante de 17 años en un colegio público que regula el modo de vestir. El joven declara que suele llevar gorra y los pantalones bajos, pero cuando entra al centro se la quita y sube un poco los pantalones. Cree que en clase no es momento de vestir así. Sin embargo, a una compañera de su misma edad las normas le parecen excesivas, tanto que un día acudió a clase en biquini, para quejarse y mostrar que “hay un punto medio, que de normal no vamos a los extremos”. De sus 12 palabras hay 3 fundamentales: “punto medio” y “normal”.
Propongo consensuar ese punto medio y pactar entre todos que mi libertad para vestir ha de convivir con el derecho de los demás a que yo limpie “mis” zapatos, abroche “mis” botones, “mi” ropa interior haga honor a su adjetivo, suba “mis” cremalleras, ajuste “mis” gafas, silencie “mis” palabras ofensivas o malsonantes, etc. Sí, todo es “mío”, pero en el trabajo afecta a los demás.
Estos detalles de responsabilidad personal conllevan un añadido institucional: la empresa habla también por los zapatos de su presidente, los botones de su recepcionista, los calzoncillos de su informático… Casi todos los problemas laborales, incluidos los de atuendo, suelen evitarse mejor con comunicación preventiva, antes de firmar el contrato. Si no se advirtió en su momento, la solución puede fraguarse en una conversación con varios elementos adecuadamente combinados por una persona habilidosa: moderación en las formas, comprensión con el afectado, claridad en el mensaje, precisión en los detalles, estímulo para el trabajo, repercusión en los clientes… y sincero aprecio personal. Salvo excepciones, funciona.